Tres trazos

Alma Allende

La revolución tunecina ha sido la revolución de los parados, de los trabajadores precarios, de los pobres, de los humillados, de los sindicalistas y lateralmente de los blogueros, pero ha sido también, en gran medida, la revolución de los abogados. La Asociación de Letrados ha jugado un papel decisivo en la formulación de las reivindicaciones y en la educación política del pueblo. Estuvieron en la primera ocupación de la Qasba y están también en la segunda y su huella se deja ver en el contenido de los carteles que los manifestantes cuelgan en las paredes: asamblea constituyente, constitución, ley electoral, gobierno de salvación nacional, legitimidad, depuración de las instituciones.

Uno de ellos, un joven tocado con gorra de fieltro y abrigado en una elegante bufanda, despliega toda su elocuencia para explicar que el contrato social ha sido violado por los que dispararon contra el pueblo y que por lo tanto sólo el pueblo puede aprobar uno nuevo. A la pregunta de uno de los improvisados polemistas sobre las presiones coloniales de Francia y EEUU, responde con oratoria jacobina, henchido de relampagueante ingenuidad:

- Francia hizo su revolución en 1789 y nosotros la hemos hecho ahora. A partir de estos momentos tendrán que tratar con nosotros de igual a igual.

Nadie puede decir que haya nada medieval en la revolución tunecina pero sí dieciochesco. Y este enorme retraso de dos siglos, cuando la postmodernidad y la religión parecían haber erosionado la idea misma de contrato social, nos parece un adelanto inmenso. Es cuestión de tiempo. Luego llegará la Comuna y los Soviets y esta vez quizás todo saldrá al revés; es decir, del derecho y de izquierdas, como debe ser.

Con febril actividad de hormiguero pensante, los ocupantes de la Qasba han levantado ya varias jaimas. En una de ellas, al pie de la plaza del palacio municipal, han instalado el pomposo y sencillo “Comité de Información”. En él, cuatro jóvenes vestidos con chalecos reflectantes -improvisado indumento identificatorio- rodean un ordenador y van dando noticias a los que custodian la entrada, encargados a su vez de transmitirlas a los concurrentes:

- ¡Los de Qasserine han conseguido pasar! En media hora estarán aquí- y todos rompen en aplausos.

Luego no llegarán los de Qasserine sino otros a los que no se esperaba o llegarán los de Qasserine mucho más tarde, porque la velocidad de la información nunca deja que se completen los relatos. Un ejemplo: a las 12 de la noche recibimos noticias de que el ejército está desalojando las Qasbas de Túnez y de Sfax. Pasamos una hora de angustia hasta que nos desmienten por teléfono la información. Lo que ha pasado es que un camión militar ha arrancado el motor y antes de que se pusiese en marcha y abandonase tranquilamente la plaza, el primer gesto amenazador ya había saltado a facebook y circulado a velocidad sideral. Las noticias de facebook están compuestas muchas veces de “primeros gestos” y esos “primeros gestos” vuelan y vuelan como un vendaval de virutas.

Facebook ha sido muy importante, qué duda cabe. Pero es demasiado rápido. Y pensando en la frase de los compañeros del Frente ayer (“la realidad va mucho más deprisa que nosotros”) se nos ocurre pensar que no se trata sólo de que no haya una estructura política capaz de recoger el ímpetu de la revolución sino de que hay una, tecnológica, ya preestablecida y que sus ventajas mismas, tan útiles para la movilización, ponen límites a la organización. Hay como una riña o pugna entre los territorios en los que se vuelca la información digital y sobre los que se trabaja narrativamente (las paredes, los carteles, las noches en común, la reivindicación orgullosa del pueblo de origen) y la propia velocidad con la que se ha llegado hasta ellos, a través de mensajes de móvil o convocatorias de internet. La realidad, ¿es el espacio o la velocidad? A veces nos tememos que lo que es bueno para reunir multitudes sólo sirva precisamente para reunir multitudes. Y que tan íntimamente -tan orgánicamente- está vinculada la tecnología al cuerpo que es esa confusión, y no la falta de partidos, la que impide hacer proyectos.

Pero estos cabezotas de la Qasba, tan dieciochescos, tan de pueblo, siguen narrando la historia con sus cuerpos (que dejan trazas por todas partes).

Seguimos a un capitán -si es que ése es el cargo que corresponde a tres estrellas- que circula entre la multitud. Ya lo hemos visto otras veces y es seguramente el oficial al mando de la compañía encargada de la plaza. Es un hombre de unos cincuenta años, de poblado bigote blanco, algo barrigudo, de aspecto muy simpático. Trata con enorme familiaridad a todos con los que se cruza, como si fuera uno más de los manifestantes. Lo curioso es que ni él se siente incómodo ni los qasbaníes intimidados. De hecho es abordado una y otra vez por gente que le increpa, le pide cuentas, le palmea la espalda con ironía reprobatoria. El responde con tranquilidad a los reproches e incluso bromea y se ríe con cómplice campechanía. En un momento dado, un corro un poco más apremiante le rodea y le censura la pasividad de la última vez ante el asalto de la policía.

- Tenéis que proteger al pueblo -le grita un hombre.

- Es que vosotros sólo sois una parte del pueblo -responde el capitán con paciencia un poco paternal.

Y entonces una mujer mayor le fusila a nuestro lado con cabreada majestuosidad:

- Somos la parte que lucha; sólo ella es el pueblo. Los demás, los que no luchan, no son pueblo.

No hay nada más que decir en este día que ahora termina.

http://rebelion.org/noticia.php?id=122901