Tres años de la muerte vivificadora de Bouazizi ¿Sale Túnez de la crisis?

Santiago Alba Rico

Cuando se cumplen tres años de la inmolación de Mohamed Bouazizi, que desencadenó la revolución tunecina y la llamada “primavera árabe”, Túnez parece incapaz de satisfacer las demandas profundas de la población, pero evita por el momento una deriva golpista según el modelo egipcio. Tras dos meses de balbuceos y tensiones, el “diálogo nacional” logró el pasado día 16 de diciembre un acuerdo parcial para nombrar un nuevo primer ministro en sustitución del islamista Ali Laraydh. Ante el aumento de la confrontación partidista y los sobresaltos de una estrategia de la tensión orientada a justificar la interrupción de la experiencia democrática, la intensa actividad de las embajadas europeas ha dado su fruto con un nombramiento extraño, consensuado entre los islamistas de Ennahda, el sindicato UGTT y la patronal UTICA, que ha despertado suspicacias, sin embargo, en la oposición de derechas y de izquierdas. Mehdi Jomaa, en efecto, un perfecto desconocido, era hasta ahora ministro de industria y, aunque sin afiliación política, no es sin duda el candidato del opositor Frente Nacional de Salvación. De hecho, la primera reacción de sus dirigentes fue la de suspender su participación en el “diálogo nacional” y, si el miedo a quedar fuera de juego les ha hecho enseguida volver al redil, es difícil no interpretar el nombramiento de Jomaa como una victoria de Ennahda.

Hay que recordar brevemente las especificidades del proceso tunecino. La revuelta popular que estalló el 17 de diciembre de 2010 llevó 24 días después, el 14 de enero de 2011, a la fuga del dictador Ben Ali y al comienzo de una revolución que, tras las dos ocupaciones de la Qasba, concluyó en una victoria paradójica. La reivindicación satisfecha de la Asamblea Constituyente, fuente de ruptura y legitimidad que no se alcanzó nunca en Egipto, puso en todo caso la “transición democrática” en manos de una clase política que se apresuró a “normalizar” la vida institucional de manera prematura, sin haber desmantelado el aparato del anciene régime y a espaldas de los sectores populares. Ante la división de la izquierda, las elecciones del 23 de octubre de 2011 dieron clara ventaja al partido mejor organizado y mejor implantado, y el que más había sufrido la represión de la dictadura; los islamistas de Ennahda conquistaron el 40% de los votos y formaron gobierno junto a dos partidos de centro-izquierda que, a partir de ese momento, sufrieron sucesivas crisis y escisiones.

Los dos años de gobierno de Ennahda han estado marcados por una confrontación cada vez más aguda entre dos polos que se distinguen poco por sus programas económicos y que, como en Egipto, ha sido aprovechada por viscosas fuerzas subterráneas para alimentar una estrategia de la tensión de consecuencias potencialmente catastróficas. La manifiesta incapacidad del gobierno encabezado por Ennahda para dar respuestas a las demandas de cambio de la población y a sus reivindicaciones sociales y económicas ha sido respondida por una oposición heteróclita, pero cada vez más dominada por los fulul del RCD o del bourguibismo, cuyo único objetivo ha sido siempre y sigue siendo el de derrocar a los islamistas por cualquier medio. La izquierda reunida desde agosto de 2012 en el Frente Popular y que durante algún tiempo mantuvo una combativa equidistancia “frente a las dos derechas”, acabó por unirse a la derecha laica tras el asesinato de Mohamed Brahmi en julio de 2013 y el “éxito” del golpe de Estado contra Mursi en Egipto.

Este segundo asesinato agravó una crisis de gobierno que había alcanzado su máxima intensidad con la muerte en febrero de otro dirigente del Frente Popular, Chukri Belaid, cuyo multitudinario entierro provocó la dimisión del entonces primer ministro Hamed Jebali y una remodelación “alargada” del gabinete. Acusado de complicidad activa o pasiva en los dos atentados mortales, atribuidos oficialmente a grupos yihadistas, el partido Ennahda ha vivido el último año un poco contra las cuerdas y, tras el golpe de Estado en Egipto y el asesinato de Brahmi, al borde del precipicio. El 23 de octubre pasado, fecha en que se cumplían dos años de las elecciones, sorprendió al país en una encrucijada: con la Asamblea paralizada, la Constitución sin aprobar y una “tentación golpista” casi tangible en la atmósfera, alimentada por los partidos de la oposición y por la estrategia de los yihadistas, que en pocos días mataron a 11 miembros de la Guardia Nacional y del ejército. En este contexto muy frágil, casi ya crepuscular, intervinieron el sindicato UGTT y la patronal UTICA para forzar un “diálogo nacional” que, si bien parece evitar la deriva egipcia, constituye de hecho un golpe blando o golpecito, pues desplaza la fuente de legitimidad y decisión desde la renqueante Asamblea Constituyente, elegida por el pueblo, a un consenso de élites nutrido y paralizado por la voluntad partidista de poder. Entre tanto, y en paralelo a esta alta baja política, las huelgas, las protestas sociales y las inmolaciones no han cesado un instante: una situación, si se quiere, de revuelta permanente, con recidivas dispersas, que expresa el profundo malestar de una población castigada por la inflación, la deuda y el deterioro de los servicios públicos. Muy rápidamente esta “normalización” institucional prematura sobre el fondo de una pobreza e insatisfacción invariables, y sin cambios de verdad en el Estado profundo, ha conducido al desprestigio de la política, la nostalgia del antiguo régimen, la presencia creciente del salafismo y la retirada “invernal” de los jóvenes activistas que hace tres años hicieron posible la revolución. Como me decía una amiga hace unos días, “hemos tardado sólo tres años en llegar al punto al que Europa tardó doscientos años en llegar”, y no lo decía, desde luego, en favor de la revolución tunecina ni, por supuesto, de Europa.

La primera estación de la “hora de ruta” del “diálogo nacional” debía alcanzarse en una semana, pero se ha demorado casi dos meses. Tras sesenta días de agotadoras y estériles discusiones en las que los más extravagantes candidatos eran propuestos por la izquierda y los más “izquierdistas” por Ennhada, se acaba de elegir sin mucho consenso al nuevo primer ministro que deberá gestionar el país hasta las próximas elecciones, previstas, en el mejor de los casos, para el verano de 2014. Mehdi Jomaa, hombre vinculado a Total, candidato de Francia y de la UE, ha sido impuesto por la UGTT y la patronal y acabará siendo aceptado, sin duda, por todas las fuerzas políticas que participan en el “diálogo nacional”. Ennahda ha evitado de momento el golpe de Estado y, de alguna manera, ha obtenido un voto de confianza de las “fuerzas vivas” del país y de las potencias occidentales en un contexto regional adverso. Cuando la situación parecía definitivamente estancada y moribunda, el acuerdo en torno a Mehdi Jomaa ha provocado un acelerón institucional inesperado, con la aprobación también, por parte de la Asamblea Constituyente, de la imprescindible Ley de Justicia Transicional, aparcada, congelada, demorada durante más de año y medio. Algunos consideran que este “acelerón” tiene que ver en parte con la publicación “escandalosa”, hace dos semanas, del Libro Negro de la Propaganda bajo Ben Ali,una obra salida del telar del propio presidente de la república, Moncef Marzouki, en la que se dan listas de periodistas colaboracionistas y del precio de cada artículo, conferencia o libro laudatorios. El trabajo, elaborado a partir de los archivos de Palacio, hasta ahora secretos en virtud de una especie de consenso “contrarrevolucionario” entre todas las fuerzas políticas y el propio sindicato de periodistas, ha generado mucho malestar en la clase política, pero ha sido muy bien recibido por algunos sectores populares que ven con inquietud la “renaturalización” del antiguo régimen y de sus dirigentes.

Pero el “diálogo”, en todo caso, no ha hecho más que comenzar. Ahora hay que nombrar los ministros, fijar las tareas de la Asamblea y las competencias del nuevo gobierno, constituir la Instancia Electoral, aprobar la Constitución y fijar la fecha de las próximas elecciones. Nadie sabe qué puede ocurrir si las conversaciones se dilatan, se prolongan, se estancan otra vez y, en medio del marasmo, se produce un nuevo atentado. En Túnez, la UE y EEUU siguen apostando por el modelo derrotado en Egipto, pero sólo en la medida en que Ennahda pueda garantizar una mayor estabilidad que sus rivales. La explosiva situación social y la “amenaza terrorista” mantienen muy alta la tensión.

Tres años después de que la inmolación de un hombre humilde pareciera poder cambiar el imaginario heroico del mundo árabe y su endémica humillación dictatorial, Túnez ha celebrado discretamente la muerte vivificadora de Mohamed Bouazizi entre la esperanza de una “normalización” política insatisfactoria, el temor ambiguo de un retorno al pasado y el deseo profundo, hoy sin representación partidista u organizada, de un cambio radical, de una segunda revolución que devuelva el protagonismo a los que hicieron la primera.

 

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